jueves, 2 de mayo de 2024

El papá de Francisco

 

Había una silla, una mesa con un bonito mantel azul y un exhibidor bastante coqueto donde reposaban delicadamente mis libros.
La gente pasaba y pasaba y no dejaba de pasar nunca.
Claro, estaba en la feria del libro y por primera vez yo presentaba mi obra.
Mis ojos estaban tan grandotes ante tanta excitación, que la gente me miraba raro y hasta escuché a una señora que pasó lentamente con su marido y dijo “Pobre muchacha, no te das cuenta que es autista?”
Entre los stands de Borges, Benedetti, Cortazar y tantos otros maestros de la literatura, estaba mi humilde puesto, esperando por alguien que se atreva a comprarme algún ejemplar.
Era el primer día de la feria y en mi cabeza no dejaba de sonar la voz de mis mas cercanos afectos diciendome “Vamos a estar todos acompañandote en el lanzamiento de tu libro”. Entonces pensé que seguramente les pasé mal la fecha, ya que en mi puestito estaban mis libros y yo. Al mismo tiempo recordé la frase eterna de mi madre diciendo “siempre escribiendo pavadas, siempre escribiendo”.
Sentada y mas dura que rulo de estatua, yo seguía ahí esperando, cuando alguien dijo “La Mirada De Chinasky” . Eran las manitos arrugadas de un viejito con bastón, que se sacó los lentes y alejó el libro de su vista para poder leer el título. Se sonrió y solo me dijo “elegiste muy bien”. La Mirada De Chinasky era el título de mi libro. Chinasky era el nombre de ficción que usaba un escritor para contar sus historias y que nadie sepa que se trataba de él mismo. No sé por qué elegí ese título que nada tenía que ver con mi primer libro de relatos cortos; supongo tal vez, que traté de usar la misma estrategia que Bukowsky.
Habían pasado ya tres horas en esa maldita feria hasta que un pequeño de cinco o seis años, se acercó para convertirse en el primer comprador de mi primer libro. Traía el dinero apretado en su mano chiquita y sin hablar me señaló el libro.
“Estas seguro que lo querés comprar?” le pregunté con un leve ataque de pánico.
“Si”. Dijo con un tono seguro y vi que en su otra mano sostenía un helado de chocolate que se derretía rápido y lograba manchar su camisa celeste.
Le pregunté si quería que se lo firme, dijo que si con la cabeza.
Le pregunté su nombre y dijo “Francisco, pero me mandó mi papá a comprarlo, así que pone para Juan”.
Al mismo momento que escuché el nombre del papá, levanté la mirada y, efectivamente, estaba Juan.
Juan había sido mi novio por cinco largos años. Y si había algo que Juan detestaba, eran mis eternos silencios cuando me sentaba a escribir. Dieciocho años teníamos y vivíamos el amor como si fuese el fin del mundo. Era esa edad donde uno piensa que puede morir de amor. Los dos creíamos que después de nosotros no podría existir un sentimiento mas grande. Hasta que un día todo terminó y me llevó dos años olvidarlo.
Pero ahí estaba Juan con su hijo, mirándome con los ojos húmedos y llenos de memoria. Solo dijo que estaba orgulloso de mí, mientras tocaba disimuladamente mi mano cuando le daba el libro.
“Para mi pasado mas inocente” le escribí.
Tomó de la mano a Francisco y se fueron juntos perdiéndose entre la gente.
Cuando se acercó, pude notar que seguía usando el mismo perfume. Cuando lo miré al irse, supe que separarnos fue lo mejor que nos pasó. De lo contrario yo no estaría aca sentada y el no estaría caminando de la mano con Francisco.

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