Había una silla, una mesa con un bonito mantel azul y un exhibidor
bastante coqueto donde reposaban delicadamente mis libros.
La gente pasaba y pasaba y no dejaba de pasar nunca.
Claro, estaba en la feria del libro y por primera vez yo
presentaba mi obra.
Mis ojos estaban tan grandotes ante tanta excitación, que
la gente me miraba raro y hasta escuché a una señora que pasó lentamente con su
marido y dijo “Pobre muchacha, no te das cuenta que es autista?”
Entre los stands de Borges, Benedetti, Cortazar y tantos
otros maestros de la literatura, estaba mi humilde puesto, esperando por
alguien que se atreva a comprarme algún ejemplar.
Era el primer día de la feria y en mi cabeza no dejaba de
sonar la voz de mis mas cercanos afectos diciendome “Vamos a estar todos
acompañandote en el lanzamiento de tu libro”. Entonces pensé que seguramente
les pasé mal la fecha, ya que en mi puestito estaban mis libros y yo. Al mismo
tiempo recordé la frase eterna de mi madre diciendo “siempre escribiendo
pavadas, siempre escribiendo”.
Sentada y mas dura que rulo de estatua, yo seguía ahí
esperando, cuando alguien dijo “La Mirada De Chinasky” . Eran las manitos
arrugadas de un viejito con bastón, que se sacó los lentes y alejó el libro de
su vista para poder leer el título. Se sonrió y solo me dijo “elegiste muy
bien”. La Mirada De Chinasky era el título de mi libro. Chinasky era el nombre
de ficción que usaba un escritor para contar sus historias y que nadie sepa que
se trataba de él mismo. No sé por qué elegí ese título que nada tenía que ver
con mi primer libro de relatos cortos; supongo tal vez, que traté de usar la
misma estrategia que Bukowsky.
Habían pasado ya tres horas en esa maldita feria hasta
que un pequeño de cinco o seis años, se acercó para convertirse en el primer
comprador de mi primer libro. Traía el dinero apretado en su mano chiquita y
sin hablar me señaló el libro.
“Estas seguro que lo querés comprar?” le pregunté con un
leve ataque de pánico.
“Si”. Dijo con un tono seguro y vi que en su otra mano
sostenía un helado de chocolate que se derretía rápido y lograba manchar su
camisa celeste.
Le pregunté si quería que se lo firme, dijo que si con la
cabeza.
Le pregunté su nombre y dijo “Francisco, pero me mandó mi
papá a comprarlo, así que pone para Juan”.
Al mismo momento que escuché el nombre del papá, levanté
la mirada y, efectivamente, estaba Juan.
Juan había sido mi novio por cinco largos años. Y si
había algo que Juan detestaba, eran mis eternos silencios cuando me sentaba a
escribir. Dieciocho años teníamos y vivíamos el amor como si fuese el fin del
mundo. Era esa edad donde uno piensa que puede morir de amor. Los dos creíamos
que después de nosotros no podría existir un sentimiento mas grande. Hasta que
un día todo terminó y me llevó dos años olvidarlo.
Pero ahí estaba Juan con su hijo, mirándome con los ojos
húmedos y llenos de memoria. Solo dijo que estaba orgulloso de mí, mientras
tocaba disimuladamente mi mano cuando le daba el libro.
“Para mi pasado mas inocente” le escribí.
Tomó de la mano a Francisco y se fueron juntos
perdiéndose entre la gente.
Cuando se acercó, pude notar que seguía usando el mismo
perfume. Cuando lo miré al irse, supe que separarnos fue lo mejor que nos pasó.
De lo contrario yo no estaría aca sentada y el no estaría caminando de la mano
con Francisco.
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